Hay una de mis tres
hermanas que hizo siempre los deberes (al punto de que si se los ovidaba,
se tratara de un calco geográfico o de una hojita redactada, me
llamaba del colegio para que me recorriera media ciudad y se los
llevara; íbamos a turnos distintos), y hoy -podría escribir “sin
embargo”, pero no hay ningún motivo distinto de la confusión para
hacerlo-, por algún motivo para mí no tan fácil de entender, da la impresión de no ser feliz (tal vez porque ahora descubre que haber hecho los
deberes no la libra del destino común y que la
muerte la corroe como a todos; tal vez porque se siente poco reconocida en sus
logros, o por otra cosa que no estoy en condiciones de imaginar). Últimamente me malrata y
describe lo que supone que es mi mundo (si bien en primera línea
habla del suyo y de sí misma) como lo haría una señora fascista de barrio, o sea del
modo más horrible. La única explicación de su mala onda que se me ocurre es que no le parece justo que sin haber
hecho los deberes como ella, no dé la impresión, como ella, de no ser feliz. Cómo puede ser, se
pregunta su cabecita confundida.
sábado, 30 de abril de 2011
miércoles, 27 de abril de 2011
2001 - Ciudad de México
uno de los tantos - hace 10 años
Muchas veces me levanto temprano y hago café. Tengo un sistema viejo, que casi nadie usa porque la tecnología avanzó mucho en los últimos cien años, y seguramente mi modo de hacer el café es de los primeros que se usaron. Pongo el molido en un filtro de tela que se ve como una media —y al que por ese mismo motivo mucha gente llama así, “media”—. Cuando lo compré era blanco, con el primer uso le quedó una mancha de color café claro, y ahora casi se oscureció por completo. Tiene que estar seco para poner el café. Lo descuelgo de la llave de gas, donde normalmente suelo dejarlo después de haberlo enjuagado. Lo lleno de café, y una vez que el agua está en su primer hervor, levanto la pava y desde una buena altura la echo. Según mi experiencia, tiene que caer en una línea fina y fuerte, y pegar en el medio del filtro. Cada vez que hago esto, solo, en mi casa, por la mañana, me represento el movimiento del agua dentro del filtro. Pienso que cae con fuerza y al chocar primero con el café y después con la mezcla de café y agua hace presión sobre toda la superficie del filtro de manera uniforme.
Pienso
también en los años de adiestramiento que me llevaron a hacer el
café de este modo. Conozco perfectamente, sin necesidad de hacer la
menor consideración al respecto, la fuerza que necesito para
levantar la pava (lo que se comprueba fácilmente si uno piensa en
las ocasiones en que cree equivocadamente que la pava, una bolsa o
cualquiera otra cosa cargable está llena cuando está vacía, trata
de moverla y casi la hace volar), sé cómo ponerla para que la línea
fina caiga directamente en el centro del filtro.
La
lengua inevitable. La que usan los dictadores y los encargados de
reprimir y encarcelar, la que también está en las leyes del código
civil, en las telenovelas. Esa misma lengua que uso ahora, que
comparto con la gente que detesto, los que repiten —reproducen y
vomitan— el mundo en que vivimos, las empresas, la humillación y
la pobreza. Y también la misma que usé cuando declaré mi amor,
cuando despedí a mi hijo, cuando lloré en el teléfono. La
civilización es mi lengua, la civilización que aborrezco, donde la
libertad es un mito que nadie alcanza nunca, y el dinero la única
constante.
Muchas veces me levanto temprano y hago café. Tengo un sistema viejo, que casi nadie usa porque la tecnología avanzó mucho en los últimos cien años, y seguramente mi modo de hacer el café es de los primeros que se usaron. Pongo el molido en un filtro de tela que se ve como una media —y al que por ese mismo motivo mucha gente llama así, “media”—. Cuando lo compré era blanco, con el primer uso le quedó una mancha de color café claro, y ahora casi se oscureció por completo. Tiene que estar seco para poner el café. Lo descuelgo de la llave de gas, donde normalmente suelo dejarlo después de haberlo enjuagado. Lo lleno de café, y una vez que el agua está en su primer hervor, levanto la pava y desde una buena altura la echo. Según mi experiencia, tiene que caer en una línea fina y fuerte, y pegar en el medio del filtro. Cada vez que hago esto, solo, en mi casa, por la mañana, me represento el movimiento del agua dentro del filtro. Pienso que cae con fuerza y al chocar primero con el café y después con la mezcla de café y agua hace presión sobre toda la superficie del filtro de manera uniforme.
Y
pienso también que estoy de pie, en la cocina de mi casa, solo, de
mañana, y que todos mis gestos hablan la lengua de la civilización,
en uno de los dialectos necesarios para hacer café. La misma lengua
que los artistas usan para pintar sus cuadros y los vigilantes de las
esquinas, bestezuelas capaces de decir “aváncele, aváncele”
durante horas con un megáfono.
jueves, 14 de abril de 2011
2012
Me anuncian un cataclismo -y cómo hacer para sobrevivir-
Un
chabón en una fiesta (descripción generosa) me aturde con la
versión del próximo gran cataclismo, que ocurrirá en 2012 de
acuerdo con diversas predicciones (los mayas, dice) y las innúmeras
“señales” que ha dejado un nuevo mesías (que pone en serie con
Abraham, Jesucristo y no sé quién más), que vive en la India y se le manifestó, se comunicó con él (hizo que partes de él, el
chabón, más precisamente una mano, se materializaran en la India,
donde se la acariciaron amigos que visitaban al gurú; yo me
preguntaba si el tal “avatar” -una manifestación de la divinidad
en el plano terrestre, según me explicó el chabón- también podría
materializar mi pija en otro lado, para que esté en más de un lugar
al mismo tiempo y sea palpada de la misma forma amorosa que su mano,
si bien esta idea obsesiva era producto de las drogas que había
consumido esa noche).
El
punto es que el tipo me recomendó estar en la India en 2012,
puntualmente en los Himalayas, pues sólo en esa región de la tierra
hay garantías de sobrevivir al cataclismo. Le di oportunidad de que
me convenciera -lo escuché-, algo que no ocurrió. Finalmente
concluí que aún en el caso de llegar a creer que habrá tal cataclismo y que
vastas secciones de Argentina quedarán sepultadas bajo el agua, no
viajaré a la India en 2012: prefiero morir con lo que conozco y
quiero antes que encarar un viaje para salvarme de un Apocalipsis
arbitrario y pedante. Si de todos modos morirá toda la gente que
quiero. Qué me importa.
lunes, 11 de abril de 2011
Cine Lorca – Nunca me abandones
Voy
al cine Lorca, mi sala más querida en Buenos Aires (tal vez hay otras
que he frecuentado más o me resultan más prácticas, como el
Gaumont, pero mi afecto mayor será siempre lorquiano, empezando por
el nombre). Además de su innegable hermosura de otra época, hasta
donde sé es el único cine del mundo donde se experimenta un
encantador extrañamiento posicional: en la sala 2, la de arriba,
pero sobre todo en la 1, la principal, a poco de estar sentado uno
siente de pronto que el suelo, donde se apoyan los pies, está en
posición vertical, mientras la espalda queda paralela a la
superficie de la tierra. Esa sensación perfecta se debe, creo yo, al
efecto óptico del revestimiento de las paredes, y en la sala de abajo
se potencia por la concavidad del piso, que toca su
sima en el centro del espacio. El Lorca, además, es
glorioso por venir exhibiendo ya desde los años ‘80 títulos que
estaban en el borde del circuito comercial, y muchas películas de
tinte queer.
Ahora
vi en la sala 2 Nunca me abandones
(Never let me go,
Mark Romanek, Inglaterra, 2010, basada en una novela homónima de
Ishiguro, de 2005), centrada en tres niños (dos chicas y
un joven) a quienes se cría en Inglaterra, en un internado a la harry
potter. Se los cría, sin embargo, no para que se integren a algún
tipo de elite social sino para que de adultos vayan donando sus
órganos hasta “completar” (es decir hasta morir), conforme los
necesiten los pacientes del sistema de salud. La acción transcurre
en los años 80 y 90 en Inglaterra, en una realidad que, excepto por
el National Donor Programme (NDP) en que se enmarca la crianza de
donantes, se deja describir como la nuestra. El
internado de los protagonistas es una excepción en el
marco del programa: al resto de los futuros donantes se los cría
en “battery farms” (así se las nombra) como las que hoy se usan
para cerdos y pollos.
Los tres personajes definen un triángulo
amoroso que no tiene nada que envidiarle a una telenovela, cuyo
verosímil exige gente mala y manipuladora (aunque esas formas de
debilidad sean finalmente producto de la misma desesperación que también sentimos).
En
otro régimen ficcional se contaría la rebelión de los clones y
cómo consiguen sustraerse al destino de donar hasta morir órganos a los humanos
“auténticos”. Aquí no. No hay lugar para tales
impulsos de liberación y autonomía. Y lo que en principio parece un anacronismo de la ciencia
ficción (aunque siga desarrollándose en la
práctica, la donación ha cedido su potencial de futuro y utopía a la generación de órganos o a su réplica), puede leerse como una alusión a las
legiones de sirvientes y trabajadores (: los pobres) que diariamente
nos donan sus órganos para que podamos seguir dándonos la gran
vida. ¿O acaso no es cierto que los mineros, las mucamas, los
basureros etc. mueren antes, ven peor, sufren mucho más de los
riñones y el bazo o lo que sea que quienes acostumbran visitar spas?
“La
gente no aceptaría volver a morir de cáncer o quedarse ciega; diría
sencillamente que no” a la interrupción del NDP, dice la
directora del colegio para explicar que es inútil debatir si
corresponde salvar de algún modo a los donantes. De igual modo
se ha clausurado, hace décadas, la discusión sobre los
pobres: “la gente no aceptaría tener que limpiar su propia mierda;
diría sencillamente que no”. No es el único aspecto en que la película (la historia que está detrás, la novela) refrenda su espesor.
miércoles, 6 de abril de 2011
¡entre amigos!
Nada que objetar (más allá de una coma confusa)
"Yo creo que hacerse una paja con un buen amigo es una cosa muy bonita de compartir. Es como, solidario, fraternal, y sirve para profundizar en la amistad y el conocimiento de la otra persona. Creo que hay demasiados tabúes, nunca entenderé, por ejemplo, porque está bien visto darse la mano a un amigo pero no está bien hacerle una paja, cuando, al fin y al cabo, es mucho más placentero, y por supuesto no hace daño a nadie."
Un mundo por descubrir, ampliar a las relaciones con y entre mujeres (y a todas las que uno sea capaz), y que tiene variantes y prelongaciones aquí y acá.
"Yo creo que hacerse una paja con un buen amigo es una cosa muy bonita de compartir. Es como, solidario, fraternal, y sirve para profundizar en la amistad y el conocimiento de la otra persona. Creo que hay demasiados tabúes, nunca entenderé, por ejemplo, porque está bien visto darse la mano a un amigo pero no está bien hacerle una paja, cuando, al fin y al cabo, es mucho más placentero, y por supuesto no hace daño a nadie."
Un mundo por descubrir, ampliar a las relaciones con y entre mujeres (y a todas las que uno sea capaz), y que tiene variantes y prelongaciones aquí y acá.
martes, 5 de abril de 2011
primera sangre. qué fiesta
No
hay mayor obra de arte (también porque es colectiva) que una fiesta.
Y ya he sido parte de la primera (en esta segundo arraigamiento) expresión de esa forma de felicidad en
territorio nacional: la celebración de un casamiento entre hombres,
a la que encima asistieron la intelectualidad y el arte por igual.
Numerosas personalidades de la literatura y el pensamiento,
de la teoría y de la vida como arte, la canción, la actuación etc
festejaron -festejamos- junto con los contrayentes, que son en sí un
crisol de tensiones estético-políticas y gozan ya de un destacado lugar en lo
más bullente de la vida de esta ciudad.¡En la cresta de la ola!
A
mitad de esa noche sin un segundo libre de performance fuimos sorprendidos por la distribución de unas
golosinas químicas que nos pusieron en el mejor de los estados.
Incluso a Ulrik, cuya afición a las caricias y los besos se exacerbó
hasta el límite de lo soportable. Qué risa. Y nos vimos obligados a
abandonar la sala antes de tiempo. Qué lástima.
domingo, 3 de abril de 2011
mundo puto: un tinte
Hace
tiempo determiné que no me gusta -o mejor: no me nombra- el mundo
puto (para no hablar de esa marca registrada en NY conocida como
“cultura gay”, que me resulta ajena hasta la náusea). Lo que me
cabe -lo que me excita- son los jirones, filamentos, pinceladas,
retazos de putez que destiñen y coloran el mundo, presuntamente
sin trazas de tensiones qüir, de los matrimonios, las grandes amistades entre hombres, incluso de
las relaciones fraternas o paterno-filiales (esto último merece un par de toques,
porque puesto así parece sólo destinado a escandalizar). Pueblan el mundo
no puto, son su frontera y posibilidad, siempre al acecho. Reconozco ese espacio intermedio, me hamaco complacido en sus fibras.
O vivís o no molestás II
Las
cuadras de ciclaje hacen que a pesar del frío llegue a casa empapado
en sudor; el alcohol y la marihuana me gestaron un tenue dolor de
cabeza que se convertirá en su hermano mayor en el curso de la
mañana y vendrá a despertarme. Tengo que esforzarme un poco para
encadenar la bicicleta en el Hof del edificio, aunque dado su
cochambroso estado y el buen tono del área prácticamente puede
descartarse que alguien se la quiera robar. Estoy en Prenzlauerberg,
parte del Berlín que fue comunista, a cinco cuadras de la línea de
adoquines que recuerda el trazado del Muro, y más allá de las
esperables excepciones los habitantes de la zona son jóvenes que
medran holgadamente en la nueva economía de los medios electrónicos.
Revestidos de una pátina de alternativismo que no se creen ni ellos
pero les da sentido de comunidad, los que no tienen hijos pequeños
están en su busca.
Sobre
la mesa de mi dormitorio encuentro un mensaje en dos tiempos: “llamó
Silvia. y Friedrich - M.”. La nota incluye los nombres de las tres
personas que de algún modo han moldeado mi vida de los últimos
meses: Michael, que firma la esquela y me cobra por el cuarto donde
la leo; Silvia, a quien vi por primera vez hace más de 20 años, en
mis primeros días de colegio secundario, y Friedrich, mi tal vez
único amigo alemán. El otro signo de que Michael
estuvo en el cuarto es el frío: al irme había dejado la calefa a
media marcha y ahora está apagada ¡en cero! Michael lo hizo,
seguramente después de que al entrar al cuarto para dejar la nota lo
invadiera una ola de indignación, porque en su cabeza no entra que
alguien pretenda llegar a una habitación templada cuando en la calle
hacen cinco grados bajo cero.
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