jueves, 28 de marzo de 2013

misión Imposible: montar -y sostener- una ficción

no es lo que parece

   En la película Chase a Crooked Shadow (michael Anderson, 1958), Anne Baxter (quien en 1950 había sido la contraparte de Bette Davis en la célebre All about Eve) encarna a una heredera multimillonaria llena de secretos. En realidad todos los personajes los tienen y nada es lo que parece, porque cada uno interpreta a conciencia y fríamente su papel y monta su escena, sólo que el espectador (en parte por algunas innecesarias líneas de diálogo puestas para engañarlo, tal como ocurría en la a pesar de eso excelente Nueve Reinas) no lo sabe. Anne Baxter, como en All about Eve, actúa así de una mujer que actúa (finge), e intenta a toda costa mantener su ficción. En la película estadounidense lo consigue, en la inglesa, fracasa.
   Una serie primero y después una película hicieron eje estructural -cuando no argumental- de esta tradición (que se encuentra entre otros muchísimos sitios en Hamlet, McBeth y en -casi- todo el resto de la obra de Shakespeare, en episodios del Quijote y en el cuento “La muerte y la brújula”): Misión Imposible. En la cuarta entrega de esa saga cinematográfica que sobrevive a su mayor defecto (el actor a cargo del protagónico, que ayer estuvo rompiendo las pelotas por acá) hay una secuencia brillante: en el edificio más alto del mundo, en Dubai, debe llevarse a cabo una transacción entre una mala y un malo. El equipo de misión imposible les hace creer a ambos que la reunión tiene lugar mediante la suplantación en pisos distintos de las respectivas contrapartes, y haciendo subir y bajar los bienes de intercambio. La secuencia está presentada mediante un montaje paralelo (también porque entre los miembros del equipo hay comunicación permanente) y evita el recurso fácil de la suplantación de identidad mediante máscaras, así como la orquestada puesta en escena evita en principio la violencia (hasta que la desata un imponderable), lo que la integra al verdadero linaje de Misión. “Ambos creerán que tuvo lugar una reunión que nunca ocurrió”, explica un personaje.
   Lo bueno de estas orquestaciones (es la palabra), que serán mejores cuanto menos tecnología y más ingenio usen, cuanto más sencillas y menos violentas, es que integran como actores a aquellos a quienes se engaña, para lo cual deben montarse sobre sus creencias y convicciones. Esa mecánica es el principal motivos por el que siempre seré fan de Misión Imposible. Otro es la espectacularidad de la acción y las locaciones, que también me hace amar aún hoy a 007. 

lunes, 25 de marzo de 2013

una vida

una vida al pedo

   Gracias a un amigo querido leo Almirante Cero, historia de la última dictadura militar argentina (76-83) centrada en el entonces almirante massera, cuyo nom de guerre -su “apodo nocturno”- sirve de título al libro. Cuatro días me tomaron sus casi 500 páginas, no sé si porque es una lectura apasionante o porque me encontró en el momento indicado (en cama con una gripe de una semana, demoledora). Una de sus tesis es que a pesar de lo que los genocidas repiten desde el primer juicio a las juntas (“ganamos la guerra militar, perdimos la psicológica/política”) la dictadura triunfó especialmente en el plano político. Lo prueba que la idea de lucha (que había dado sentido a numerosas existencias en la década anterior) al finalizar la dictadura se asociaba indisolublemente a la derrota, y la derrota a su vez a la tortura y a la muerte (prácticas que según el libro no se implementaron, como dicen los torturadores, para obtener información, sino para establecer un generalizado estado de terror paralizador), y que donde antes había habido militantes y combatientes ahora quedaban apenas ciudadanos (o mejor dicho, votantes: los que en 1975 pretendían cambiar el mundo, en 1984 sólo ambicionaban votar) que en vez de revolución exigían respeto por los “derechos humanos”, sintagma cuya historia y vicisitudes todavía están por escribirse. En fin, el libro postula el éxito disciplinario de la dictadura, que nos permitió vivir ya 30 años de democracia (¡se cumplen en 2013!). Otra de sus tesis es que si hubo condena social y ahora también judicial para los militares genocidas es porque se quedaron en el poder más tiempo del indicado, cuando ya habían cumplido la tarea para la que se les había puesto en el gobierno (“aniquilar la subversión”, según el famoso decreto que firmó Luder en 1975), y que si se hubieran retirado en 1980 con una transición democrática tranquila, no habría habido juicios.
   El texto da sin embargo una curiosa versión del proyecto económico de la dictadura. Según su autor, Videla eligió a su hace pocos días finado ministro de hacienda porque su aura de miembro conspicuo de la aristocracia argentina (sea cual fuere el denominador del curioso oxímoron) lo sedujo y le aseguraba una relación tranquila con esa clase. Videla -”un tonto” tanto para massera como para el autor del libro- carecía de ideas en el plano económico, y el curso neoliberal del gobierno militar fue, así, resultado de una serie de casualidades. De este modo el libro pasa así por alto el plan económico de la dictadura, que, como señaló ya R. Walsh antes que nadie, fue su razón de ser y constituye su explicación (la eliminación de la subversión, y más específicamente el estado de terror impuesto por la represión y la tortura, fueron necesarios para poder imponerlo).
   Pero más allá de los innegables méritos del libro, me intrigó su autor: quién puede dedicar tanto tiempo y energías a investigar algo tan feo como massera, apasionándose a tal punto. Así supe que Claudio Uriarte abandonó el colegio secundario en tercer año y que en 1974 o por ahí, a los 16, ya trabajaba de corrector en un diario y era militante de una organización de izquierda combativa (OCPO, de la que conocí hace años un ex militante en México, Eduardo Molina y Vedia, amigo querido y gran persona). Durante la dictadura escribía para Convicción, nombre primero de la revista y después del diario de massera (a quien vio varias veces en la redacción, origen tal vez de la fascinación con el marino que refieren muchos de quienes conocieron a Uriarte); trabajó también varios años en p/12 hasta que aparentemente lo echaron -”lo echó un policía llamado verbitsky”, leí en un blog- porque se había convertido en ultraderechista, admirador de bush entre otras cosas. También leí que consumía mucho alcohol y murió a los 48 al tropezarse en la escalera interna de su casa (tendría un dúplex), en un “accidente del que él mismo se habría reído”. Su decurso ideológico -de militante de ultraizquierda a ultrarreaccionario- me hizo pensar en que su libro es una autobiografía, y junto con su temprano deceso abona la teoría según la cual alguna gente muere cuando ya ha cumplido su tarea, cuando ha hecho la contribución al mundo que estaba en su horizonte. Después del libro sobre massera, Uriarte ya no tuvo nada más que hacer, excepto darse al alcohol, a la música clásica, a algún que otro exabrupto. 

viernes, 15 de marzo de 2013

qué desgracia, che...

no es lo mismo
Las vicisitudes de la tortuosa agonía de la iglesia católica dejaron de interesarme hace décadas (si fui católico fue por unas pocas semanas y a los 10 años, embaucado por mi abuela, que no era mala), así como no me importan su jerarquía ni sus matufias corporativas, y me da igual quién sea bergoglio, su previsible pasado o sus opiniones medievales, en nada esencial distintas a las de su penoso antecesor. Sólo me pregunto con pena irremontable: cuántos años va a costar superar un papa nacional. ¡UN PAPA NACIONAL! QUÉ DESGRACIA, los peores males de este país (el catolicismo, el nacionalismo, la combinación de ambos) potenciándose entre sí hasta su apoteosis. Imparables