viernes, 24 de enero de 2014

habrás de ver...

la mató mucho más
   No hay peor mal que la soledad, que de a poco aniquila el cerebro. Sin amigxs ni compañerxs, quien está solo se vuelve mendigo insaciable de amor: acepta la menor migaja, desesperado, como si lo fuera todo y sin importar de dónde provenga, pero a la vez nunca le basta.
   ¿Cómo se conjura la soledad, cómo se la elude? Las familias -cualquiera sea el denotatum del término, de extensión cada vez mayor- son el camino más fácil y probado, con sus numerosas garantías de fúnebre tranquilidad hasta el último día de vida. Tal vez porque todos venimos -al menos en la imaginación- de alguna forma de familia. Los amigos posiblemente también, aunque es difícil que su unidad resista las vicisitudes de las vidas individuales, sujetas a fuerzas de mayor jerarquía social (una vez más, la familia).
   Si mi madre enloqueció (no me refiero sólo a su locura de hace décadas, oportunamente diagnosticada y superada, sino a la que todavía hoy padece) fue a causa de la soledad (sobre cuyos motivos no viene al caso disquicionar ahora). Haber tenido que afrontar los últimos 30 años de su vida sin otros interlocutores que sus hijos (por fortuna cuatro, amadas hermanas) la mató mucho más que el mero tiempo que lleva de vida.
   Tener una casa también es imposible en soledad. Darle vida, hermosearla es una tarea que puede hacerse bien de a dos, de a tres o más, pero que para una sola resulta ciclópea y agotadora. Sé de quienes viven solos y tienen hermosas casas, pero en general es gente que nada en dinero (que en tanto metáfora pobre del amor puede generar estabilidades indefinidamente). 
   Si a mi novio Hamlet le pinta una historia con alguien de su país o de su continente, aunque sea una cosa tenue, como la que podría yo empezar con cualquier mongui (digamos), una amistad pajera o lo que sea, quiero saberlo.