miércoles, 11 de noviembre de 2015

guiso de Yasi

   Es un tipo alto, flaco, de ojos azules, que fue rubio y con la derechez de la espalda (curvada para siempre hacia adelante) perdió también la mayoría de los dientes. Tiene orejas puntiagudas y el cuero cabelludo le baja por la nuca como una alfombrita, perdiéndose bajo la remera. Le sirvo vino. Dice que no toma. Se comprometió a cocinarnos un guiso y agita sus ollas sobre el fuego en la noche misionera. Nació en la zona, su mamá tiene la casa cerca y lo mismo que el padre llegó de Brasil, pero mientras el tipo ya se volvió, ella no ha querido. A él mismo le gustaría cruzar la frontera, pero su madre no lo deja. ¿Cómo es el apodo de tu amigo? pregunta. Fritz. Ah, el mío es Kunz. Así me llamaba de chico mi abuela, hablaba alemán nada más, sólo se le podía hablar en alemán. Mis abuelos eran todos de Alemania. Por eso entiendo un poco lo que hablás con tu amigo. Pero un poco. Casi nada. 
   Mientras cuenta abre un paquete de arroz y lo hace llover en la olla donde ya hay cubos de carne y cebolla picada, agrega agua de una pava y pone la tapa. En otra ollita también mal tapada borbota la mandioca. El camping no es mío, el dueño tuvo que ir a operarse y me dejó de cuidador. Yo tengo mi casa acá cerca, con un amigo, pero cuando el viejo no está me vengo. Y tengo tres hijos, todos varones. Edades entre 21 y 17, pero me separé hace tiempo de la madre. Trabajo en plantaciones de tabaco. No pude estudiar aunque yo quería, no pude seguir más allá de la primaria. Me pagan por día, 180 pesos. Pero no creo que mañana vaya a trabajar. Bah, no sé, pero no creo.
cocina de Yasi
   En eso Friedrich mi amigo llega y se sienta a la mesa. En la cara todavía se le marca el terror que lo asaltó hace media hora y le hizo creer que nunca saldrá de la selva ni verá de nuevo a su familia. Se toma el vino servido para Kunz, que acerca la comida. Es un auténtico guiso lleno de sabor. A la mandioca dan ganas de ponerle un buen aceite o manteca, pero sólo hay sal. ¿Vos no comés, Kunz? No, ya cené. Me viene la idea de que nos está envenenando. Qué estupidez, pienso, qué estupideces susurra la paranoia. Pero estamos en tierras del Yasi Yateré. Un duende muy malévolo, incluso asesino, que vivía en los pueblos prehispánicos y después se mudó a Brasil con los negros africanos que se importaban para las plantaciones. Entre los guaraníes era rubio y andaba desnudo; cuando empezó a llamarse Saci en Brasil se hizo negro y pasó a tener sólo una pierna. En las épocas de crueldad desembozada se contaban cosas terribles del Yasi: era degollador, le gustaba amputar miembros, derramar sangre y verla correr. Este alemán es un Yasi, es el Yasi me parece. Cómo no me di cuenta de que es el Yasi y nos va a envenenar para robarnos todo. Es blanco y encorvado, alto, pero los pelos de licántropo que le alfombran el cuello y esas orejas en punta lo hacen un duende. Después nos tirará al río y se irá a dormir a la carpa, a llenarla de su olor a duende en la siesta caliente de Misiones.
    La comida igual está muy buena. Es que el Yasi domina el arte de halagar los sentidos, conoce de hierbas pocimeras. Quién sabe qué le habrá echado al guiso, pero un curioso calor se me difunde por el cuerpo y me toma los brazos y piernas, que están agradablemente pesados. No acepta vino, no acepta nada y mientras estamos sentados a la mesa de madera en su cocina llena de latas y baldes, ventanas que no cierran, un fogón a leña donde harán madriguera los gatos, él va y se sienta en la habitación contigua a ver televisión de Brasil en un plasma XL y cada tanto habla. Le pregunto por los gritos que escuchamos en la ducha. Esos aullidos. Es un, un... un chancho, un chancho espinudo. Un qué, pregunta Friedrich, a quien le
un Yasi fumador
traduzco lo que dice el Yasi, que no saca los ojos de su telenovela. Un erizo, le digo. Mejor habría estado decir puercoespín, la palabra que el Yasi no sabe traducir del portugués más que por sus constituyentes y yo no alcanzo a versionar. Le pregunto a qué hora se va mañana al trabajo. A las siete. Me levanto a las seis y media y a las siete salgo. Ah bueno, te voy a dejar el termo para que le pongas agua caliente por si te vas antes de que nos levantemos, y lo dejás en la mesa, afuera. Sí dice, así si están dormidos cuando me voy igual pueden tomar mate. Asiente con la cabeza y justo en su telenovela alguien grita ¡nao! nao é possivel! Pero no sé si voy a trabajar mañana, agrega. Porque estoy enfermo. Tengo gripe. Me dio gripe por el calor, por el frío, el cambio, el frío ahora, el calor. Bueno, igual te traemos el termo ahora. Y también la plata, te pagamos, por si mañana te vas antes de que nos despertemos. ¿Cuánto te debemos por la cena? Nada. No, cómo nada, decinos así te pagamos. No, nada. No fue nada. Si total todo lo que usé era del viejo. Bueno, no importa, le digo. Te vamos a pagar aunque sea, no sé, algo, 50 pesos. No, no, no me paguen nada. Friedrich, que maneja la caja pero no la lengua, me pregunta cuánta plata trae. Le digo los cien del camping más cincuenta más. Cuando vuelve con los billetes Kunz los toma y los guarda sin siquiera mirar qué le estoy dando. Así son los duendes con la plata.