miércoles, 9 de marzo de 2016

épica y novela

   Voy a ver Carol (Todd Haynes, 2015) porque leí sobre ella en el diario y mis conocidos no paran de nombrarla, y porque encima está en la sala más querida. “La vi, es la historia de una mujer rica que se enamora”, me dice con tinte descalificatorio una contacta de skype (20 años). Lo entiendo: más allá de ciertas complejidades para intelectos cinéfilos (como el uso de reflejos en vidrios, espejos, peceras), la película explota el universo que la publicidad reserva para los consumidores de la franja aeroportuaria, y encima sin exceder los límites de la retórica más convencional del cine estadounidense (su cumbre, la música incidental que adorna la escena de sexo, como si el ethos trascendente que empuja el momento de lo sublime a lo ridículo fuera necesario para soportar que las mujeres garchen).
paisajes de catamarca
   La guionista opinó que a Highsmith seguramente “le habría gustado la estética” de la película. Más bien la estetización con se homogeiniza el mundo que comparten la mujer rica en crisis Carol y Therese, que con su sensibilidad de artista tiene mucho que dar -se ve al final: hecha ya una chica mundana no se deja frenar por el portero del restaurante donde su mujer la espera, serena en la tormenta, entre puros hombres de negro-.
   Por todo eso, Carol hace hasta cierto punto le hace el pendant al Maurice de Forster-Ivory, con las distancias que van de la Inglaterra post-victoriana a la Nueva York pre-psicodélica. Parejo también es el décalage temporal entre escritura de la novela y versión fílmica en cada caso, y acorde con el machismo imperante el lapso que separa la gestación de unas y otras. Pero la carnada es
cuántas cositas
la misma: los ricos tonos y matices albertinos de la vida en la burguesía ilustrada. En Maurice podía entreverse algún cuestionamiento -tal vez más de época que de corazón- a la injusta estamentación de la sociedad inglesa, aquí ocurre lo contrario: quien viva en el apetecible medio social Carol sólo tendrá motivos para sentirse satisfechx.
   “Al principio no hay sintaxis para Therese, ni siquiera para saber cómo hablar de lo que está ocurriendo, no hay un lenguaje para esto”, señaló Haynes sobre su personaje, que como la mayoría de las mujeres no ha sido educada para amar a otra mujer ni para seducirla. La película viene también a llenar ese vacío: ahora tenemos una sintaxis, el lenguaje del romance que entonces no existía, la posibilidad de una educación sentimental que seguimos generando  -y que es parte de la aventura disidente: imaginar el amor, no replicarlo-.    
   En vista de lo anterior, me voy del cine convencido de que Carol pone su
me entendés
granito en la laboriosa y monumental construcción de una épica gay femenina en una época en que la épica gay está muy desdibujada (sobre todo en el corazón de la factoría de lo gay, que es de donde viene). Una épica lésbica que se argumenta en su carácter publicitario, urbano, apto para consumo masivo. Su pariente más reciente es A single man, del ex modisto Tom Ford.  
   Más significativa que la historia de amor entre mujeres parece la de la madre que renuncia a la tenencia de su hija, precio que ella misma propone pagar por su libertad y plenitud (por la sal del título de la novela de Highsmith). También los personajes secundarios, el mejor de todos Abby, la amiga de Carol en ejercicio pleno del lesbianismo.
   Dos elementos de la trama reclaman antención: la pequeña trampa -una escena de reclamo y amenaza en la puerta de la casa de Abby- por la que se nos hace creer que estamos al tanto de todo movimiento significativo del marido de Carol, para descubrir, en Waterloo, junto con la pareja, que se nos ha escatimado algo fundamental. Lo otro es la aparición -un poco inverosímil, es verdad- del célebre revolver, que aquí, contra la ortodoxia, sin embargo, nunca se dispara (no tiene balas). 
   Como ocurre con las fotos de Therese, Carol no tiene punctum: es puro studium. Pero se goza en cada segundo. Porque habla bien.